domingo, 11 de mayo de 2008


“Dios nunca puede ser representado, porque él no puede ser dominado por el espacio, materia ni tiempo, tratar de representarlo es intentar achicarlo”, esto fue lo último del segmento III, y aclaro ahora “desheredarle de sus atributos divinos”. Esto yo lo puedo entender ahora, a siglos de distancia de cuando se inició el debate. Pero en esos momentos de antaño, la iglesia estaba en el “fuego cruzado” de la controversial polémica, era testigo desde el primer siglo, que la imagen era un elemento “pagano”, pero que estaba ganando terreno y su presencia era reconocida por el ”libro de los incultos” ya que educaba a cristianos analfabetos y “sordos” al latín, San Gregorio llamaba a las imágenes “ La Biblia de los pobres y de los ignorantes”; San Basilio decía “la pintura, es decir, las imágenes, hacen visible, a través de la imitación, cuanto el discurso manifiesta a través del oído”, el fue uno de los que sugirió que las basílicas estuviesen pintadas con imágenes bíblicas; San Nilo aconseja al emperador Olimpiodoro que, en vez de pinturas simplemente ornamentales de animales y plantas, pinte escenas del Antiguo y Nuevo Testamento que sean aptas, a la vez, para instruir a los analfabetos y para transmitirles deseos del cielo. Al mismo tiempo que se empieza a amonestar contra el uso indebido de las imágenes, se reconoce el valor de las mismas.

De pocas evidencias al principio de su uso, ahora, cada vez son más numerosas. Muchos historiadores ven en la cruz, el primer símbolo de “adoración de imágenes”. Aurelius Prudentius Clemens, gran profesor de retórica y considerado uno de los más grandes poetas de la antigüedad, que abrazó el cristianismo en sus últimos años de vida, hacía referencia a la cruz que los emperadores llevan sobre la corona (Apotheosis 448); y Teodoreto de Ciro, teólogo antioqueno habla de la veneración del signo, no de la reliquia de la cruz (Graec. Af. Curatio IV). Pero todos los testimonios de imágenes pintadas, de este tiempo, se refieren más al uso que al culto.

En los años finales del siglo VI, el obispo de Neápolis, Leoncio, en una apología a favor de los cristianos, defiende a éstos de los Judíos, que tenían por idólatras a los cristianos por el culto que tributaban a las imágenes; y él fue quien trazó las primeras líneas de una teología del culto a la cruz y a las imágenes (Discurso 50). Ya habíamos visto en la parte I de esta serie que el papa Gregorio amonesta a Sereno, obispo de Marsella, el cual había destruido algunas imágenes por miedo a que el pueblo cayese en la idolatría.

Los iconos eran cada vez más numerosos, muchos como ya hemos visto se levantaban en contra de éstos, Constantino de Nacoeo, el metropolita Tomás de Claudiópolis, y el también metropolita Teodoro de Éfeso, mucho antes de que brotase la contienda del iconoclasmo estos obispos ya habían pedido al patriarca Germán de Constantinopla, no sólo que moderara, sino incluso que reprimiera el culto a las imágenes.

Pero el problema estalla cuando el emperador bizantino León III (680-741) manda a derribar una estatua de Cristo que era muy venerada en Constantinopla, los motivos de éste acto, no están claros del todo. León decretó una serie de edictos contra el culto de las imágenes (726-729). Esta prohibición de una costumbre, que sin duda había dado lugar a todo tipo de abusos, parece haber estado inspirada por un deseo genuino de mejorar la moral pública, y obtuvo el apoyo de la aristocracia oficial y de un sector del clero. Pero una gran mayoría de los teólogos y casi todos los monjes se opusieron a estas medidas con firme hostilidad, y en el occidente del Imperio el pueblo rechazó obedecer el edicto.

Juan de Damasco, conocido como Damasceno, fue el más ferviente defensor de los íconos, formula una teología de las imágenes, decía “Si es imposible representar a Dios, puro espíritu, esta permitido representar a Cristo, la Theotokos, los santos que tuvieron forma humana”, para este obispo era muy legítimo rendir culto a las imágenes, que eran símbolos de la realidad, pero evitando todo los excesos que pudiera llevar a la idolatría, solo contentarse con la veneración. Su concepto se podría ver de esta manera “Dios, en Cristo, nos ha dado su imagen. Negarse a representar a Cristo equivaldría a negar su humanidad. Si Cristo fue hombre, es posible representarle”.

También tuvo estas declaraciones que nos refuerzan más su teología de las imágenes “Hubo un tiempo en que no se hacía imagen alguna de Dios, dado que él existe sin cuerpo ni figura. Ahora, en cambio, después de haberse manifestado en la carne y de haber vivido con los hombres, hago objeto de imagen cuanto de Dios es visible. No adoro la materia, sino al creador de la materia... No dejaré de honrar la materia que sirvió de instrumento para procurarme la salvación”. Según san Juan Damasceno, las imágenes perpetúan de algún modo la potencia divina, presente en los santos cuando estos vivían en la tierra: "Durante la vida, los santos estaban llenos del Espíritu Santo, y en la muerte, la gracia del Espíritu Santo perdura inseparable en sus almas, en sus cuerpos, en los sepulcros y en las santas imágenes que los representan, no, por cierto, en el plano de la esencia, sino en aquel de la gracia y de la acción" Orat I.

Años más tarde, cuando Constantino V (del 718-775) era el emperador, manifestó una postura aún más firme que su padre el emperador León III. Quería prohibir el culto de los santos y además condenaba el culto a la Virgen (que según no era la madre de Dios). Convoca un concilio ecuménico en el año 754 para obtener una condena solemne de las imágenes, asisten 300 obispos, pero no asisten representantes de los patriarcas y del papa. El concilio dura seis meses lleno de intensos debates, donde oficialmente se condena el culto a las imágenes y se prohíbe la fabricación de los íconos.

Pero los iconófilos no serían solamente rebeldes a los edictos, sino también a la iglesia, suscitándose una persecución en su contra, se destruyen los iconos, las reliquias, iglesias fueron trasformadas en cuarteles, baños; se persiguen a los monjes, se les aplica torturas y muerte, se cierran monasterios donde miles de monjes se refugiaron en Italia.
En el año 780, la emperatriz Irene (regente durante la minoría de edad de su hijo Constantino IV (780-790), la cual había permanecido fiel, aunque en secreto, al culto de las imágenes) cambió la política imperial con respecto a las imágenes. Ella nombra a Tarasio, su antiguo secretario como patriarca de Constantinopla y convoca junto al papa Adriano I (que no fue pero envió a sus delegados como muchas veces hacía Pedro, arcipreste de la basílica de San Pedro, y el abad Pedro, del monasterio de San Sabas) el Séptimo Concilio Ecuménico en Nicea en el año 787 (el año anterior la emperatriz había citado un concilio en la iglesia de los santos apóstoles de Constantinopla, donde se había confirmado la asistencia de los patriarcas de Alejandría Antioquia y Jerusalén y también del papa Adriano I, pero tuvo que suspenderse porque el ejercito se oponía).

Irene y su hijo Constantino IV, firmaron las actas del concilio, en las que figura el siguiente decreto dogmático que había sido aprobado en la sesión VI (13.10.787): "Siguiendo el camino real, fieles al magisterio divinamente inspirado de nuestros Santos Padres y a la tradición de la Iglesia católica, pues la reconocemos ser del Espíritu Santo que habita en ella, definimos con todo esmero y diligencia que, como la de la preciosa y edificante Cruz, así también hay que exhibir las venerables y santas imágenes, tanto las de colores como las de mosaicos o de otras materias convenientes, en las santas iglesias de Dios, en los vasos y vestidos sagrados y en los muros y tablas, en las casas y en los caminos; a saber, tanto la imagen de Nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como la de nuestra Inmaculada Señora, la Santa Madre de Dios, y las de los honorables ángeles y de todos los santos y piadosos varones.
Porque cuanto más se las contempla en una reproducción figurada, tanto más los que las miran se sienten estimulados al recuerdo y afición de los representados, a besarlas y a rendirles el homenaje de la veneración (Proskinesis timetiké), aunque sin testificarle adoración (latría), la cual compete sólo a la naturaleza divina: de manera que a ellas (las imágenes) como a la figura de la preciosa y vivificante Cruz, a los santos evangelios y a las demás ofrendas sagradas, les corresponde el honor del incienso y de las luces, según la piadosa costumbre de los mayores, ya que el honor tributado a la imagen se refiere al representado en ella, y quien venera una imagen venera en ella a la persona representada"
(Denzinger 600-601).

Este concilio restauró el uso de las imágenes en las iglesias, pero si aclaró que las mismas no eran dignas de adoración que solo es debida a Dios (gr. latría), sino de una adoración inferior o veneración (gr. dulía). Aparentemente el éxito de este concilio restableció las relaciones con la iglesia en occidente.

El tema de las imágenes seguía dando que hablar. En la iglesia de occidente, dirigida por el obispo de Roma, donde se había aprobado el uso de las imágenes, un concilio muy numeroso en Frankfort, Francia, donde asisten trescientos obispos mayormente españoles, franceses y alemanes en el año 794 prohíbe la veneración de las imágenes. Derogando solemnemente las decisiones del segundo concilio de Nicea que se había pronunciado a favor de la veneración de las imágenes.

Otro concilio mas en el año 842, en París, se declara en contra de las decisiones del segundo concilio de Nicea, pero con más moderación ya que las imágenes fueron oficialmente restauradas y hasta el día de hoy todas las iglesias de origen bizantino celebran esa ocasión en la “Fiesta de la Ortodoxia”. Después del año 843, en la posición griega de la iglesia, los iconos se habían limitado a cuadros. Pero el culto de las imágenes se estableció permanentemente en la vida y culto de la Iglesia Católica Romana y en la Iglesia Griega Ortodoxa.
Después de la victoria del culto a las imágenes, un sínodo de Constantinopla (860) sentenció en el siguiente decreto: "Lo que el Evangelio nos dice con palabras, el icono lo hace con colores y lo hace presente". Podemos decir que el Concilio Niceno II (787) acalló definitivamente todas las voces contrarias al culto de las imágenes; pero no logró acabar con las de otros movimientos, por ejemplo los paulicianos, los cuales encontrarán bastantes adeptos en la Edad Media, tales como Pedro y Enrique de Bruys, y posteriormente Wyclif, Juan Hus y los reformadores protestantes, en general, y muy especialmente Calvino. Nuevamente la iglesia se pronunció contra todos ellos en el Concilio de Trento (1545-1563) donde proclama de nuevo la legitimidad del culto a las imágenes.
Hoy en día el culto a las imágenes prosigue, pero unida a una vida con una mentalidad un poco más materialista, puesto los ojos en lo que tienen hoy que en lo que se le prometió mañana (asunto que el papa actual Bnedicto XVI reconoce cuando visitó a los Estados Unidos en abril de este año 2008 y declaró en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción de Washington, D.C. el Miércoles 16 de abril de 2008 “LA CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS Y ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS “Para una sociedad rica, un nuevo obstáculo para un encuentro con el Dios vivo está en la sutil influencia del materialismo, que por desgracia puede centrar muy fácilmente la atención sobre el “cien veces más” prometido por Dios en esta vida, a cambio de la vida eterna que promete para el futuro (Mc 10,30). Las personas necesitan hoy ser llamadas de nuevo al objetivo último de su existencia. Necesitan reconocer que en su interior hay una profunda sed de Dios. Necesitan tener la oportunidad de enriquecerse del pozo de su amor infinito. Es fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es fácil cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Ésta es una ilusión. Sin Dios, el cual nos da lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar”).
Estos objetos y cuadros, se mueven en unos como obras admiradas por su antigüedad y trabajo artístico, y en otros, como “oración de fe”, el daño nocivo y letal se produce cualesquiera sea la motivación para tenerla, venerarla o adorarla. Por lo que las palabras de Erasmo de Rotterdam finiquitan con claridad el daño “Nadie que se postre delante una imagen o la mire intencionalmente puede estar libre de una especie de superstición; y no solo de esto, sino con que solamente ore ante una imagen”. En mi opinión supeditada a la Escritura, después de revisar un poco la historia y reconociendo que este trabajo es solo un extracto de esta lucha iconoclasta, puedo decir con toda autoridad que “las imágenes no son para los creyentes una ayuda y no deberían ser tenidas, veneradas y adoradas, el creyente se relaciona con Dios por la fe, ¡yo no necesito ver para creer, sino creer para ver!”. ¡El último Concilio Teológico dará fe de ello!

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